jueves, 16 de agosto de 2007

My Two Cents

Mis acompañantes y yo atravesábamos los pasillos de un multicine buscando la sala por la que habíamos pagado más de 6 euros para ver Los Simpsons, la película, mientras no podíamos evitar reírnos de lo ridículo del descuento del carnet joven.
Denominarlo simbólico es un eufemismo muy generoso.
Aunque me dolió profundamente en el momento, me habría olvidado completamente del precio de la entrada si no fuera porque los primeros 5 minutos de la película me dieron la clave para escribir esta entrada. Tras los tres tristes trailers de rigor -muy poco apetecibles todos, por cierto- un chascarrillo gamberro en forma de ejercicio de metacine nos despertó una sonora carcajada. Homer Simpson, en medio de la sala en la que están viendo la película de Rasca y Pica, se pregunta: “¿por qué ha pagado toda esta gente por ver algo que pueden ver gratis en casa?”
Y esta sencilla genialidad, que significó para nosotros un comienzo alentador, por brillante y por descarado, se convirtió en una terrible amenaza que no tardamos mucho rato en suscribir: ¿por qué demonios hemos pagado por ver algo que podemos ver gratis en casa si además no nos gusta?
Creo que no exagero si afirmo que mi niñez y mi adolescencia –al igual que la de varias generaciones de españoles- han transcurrido en paralelo a los desternillantes momentos que nos proporcionaban las continuas reposiciones de esta serie. Quizá, el único motivo por el que me decidí a pagar por ocupar la butaca en la que lo único que vi crecer fue mi desesperación, fue que alguno de mis amigos apeló a mi sentimentalismo con un razonamiento del tipo: “es justo que de alguna manera devolvamos a los creadores de esta familia lo que durante lustros nos han regalado”.
No literalmente, claro, mis amigos no hablan así, gracias a Dick.
Así que se puede interpretar que ver la película de Los Simpson fue una especie de pago de un tributo, un impuesto irrisorio en comparación a lo que el señor Groening y su estudio nos han dado sin pedir un duro a cambio. Y aún así, no estábamos muy convencidos, porque realmente, mis acompañantes y yo, muy a nuestro pesar, nos mascábamos el percal.
Asombra la deriva imaginativa en la que se han sumergido los guionistas de esta serie. Salvo excepciones, en las que una situación estelar nos lleva a recordar el nivel al que nos tenían acostumbrados, la siguiente escena nos demuestra que fue un espejismo, que esto es irrecuperable y que no hay manera de remontarlo. La película, como digo, repite el esquema de los episodios de las últimas temporadas, y completando la opinión generalizada acerca de la película, no sólo se trata de un capítulo largo, sino además de un capítulo malo.
Desconozco si otra opinión extendida era la expectativa de que la película de Los Simpsons fuera un espectáculo comparable a la de South Park (Más Grande, más largo y sin cortes).
Desde luego en nuestro caso, sí.
Por eso no puedo ser condescendiente, porque esperaba mala baba a raudales, momentos inteligentes, situaciones hilarantes y frases para recordar. Esperaba que recuperara ese tono incorrecto que nos encandiló de niños, y que sólo llegamos a comprender pasados los años, gracias en parte a una cadena privada que seguramente no la repone por hacernos un favor, sino porque le interesa para salvar la cara mes a mes.
Pero no, ni por asomo, ni punto de comparación, lamentablemente, no tiene nada que ver con aquella macarrada. Y me cago en Barbra Streisand.
Aún así, por supuesto, como ocurre siempre, se deja ver, sobre todo por el hecho de contemplar por primera vez a Springfield con una profundidad de alta definición digital, aunque la genialidad, el pulso y la ironía se hayan desvanecido en una tormenta de golpes estúpidos para provocar la risa fácil.
Seguramente al señor Matt no le importe mucho el resultado, porque está preparándose una jubilación muy suculenta que mucho quisieran para sí.
Incluido yo. Le envidio, pero no cuenta con mi beneplácito, faltaba más.
Ojalá toda la furia del mundo fuera por banalidades de este calibre. El planeta funcionaría mucho mejor.
Y esta es mi única manera de expresarlo, en definitiva: My Two Cents.

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